La cuenca carbonífera de Sabinas, donde yacen los muertos de Pasta de Conchos, aporta aproximadamente el 90% de la producción nacional anual de carbón en México

Por:   El País

jueves, 20 de febrero del 2014

http://vang.blob.core.windows.net/images/2014/02/20/a08_03_rn_negra.jpg

  • Deplorables condiciones. La paga de estos trabajadores es escasa, el esfuerzo demasiado. Foto: Vanguardia-EspecialBarroterán.- «Están todos muertos». Había pasado una semana desde que la Mina 8 de Pasta de Conchos se había tragado a 65 mineros el 19 de febrero de 2006. María Trinidad Cantú, de 62 años, escuchó aquellas palabras de un portavoz del Grupo México, empresa propietaria, después de varios días apostada en la boca de la mina. Perdió la esperanza de ver asomar con vida a su hijo Raúl Villasana, de 32 años, pero no se fue a casa. Junto con otras familias pasó un año yendo y viniendo cada día para esperar un cuerpo al que velar y una tumba a la que ir a poner flores. El rescate solo devolvió dos cadáveres. Catorce meses después del desastre otro portavoz tomó la palabra. Cantú recuerda que les dijo: «Brinquen, salten, súbanse a la chimenea, pero aquí ya no hay rescate». En 2007 la mina se convirtió en una fosa común.

    La cuenca carbonífera de Sabinas, donde yacen los muertos de Pasta de Conchos, aporta aproximadamente el 90% de la producción nacional anual de carbón en México. Una especie de desierto en el que el frío corta la respiración en invierno y el calor cae a plomo en verano. Un lugar regado de pequeñas y humildes casas, carreteras llenas de socavones, un Oxxo de vez en cuando, columnas de humo y muchas minas. Pequeños pozos ya abandonados, grandes agujeros negros a cielo abierto y nuevas cuevas en construcción en cualquier lugar. «Aquí no hay más». Habla desde una de las cuevas Mario Castro, de 67 años y con cuatro décadas de mina encima. Esa sensación de estar predestinado lo impregna todo de una cierta ausencia de vida. Calles vacías, silencio, algunos escombros, en resumen: pobreza en una de las zonas más ricas del País. Algunos por aquí dicen que se trata de broma casi macabra, pero unos carteles oficiales reciben al visitante que haya decidido recorrer esta zona entre las ciudades de Monclova y Piedras Negras: «Turismo carbonífera».

    Atardece en la cuenca y un camino empedrado deja al visitante frente a una mina, a cinco minutos en coche del centro del municipio de Barroterán. Las pisadas levantan un polvo negro que se aloja de inmediato en la nariz y bajo las uñas. Unos seis hombres se calientan las manos en una parrilla con carbón incandescente. Hace mucho frío. Son los ‘rayados’, los que no bajan a la mina a extraer carbón, sino que esperan fuera para vaciar las vagonetas que salen repletas desde un agujero al fondo. Castro está con ellos. Hace tiempo que no baja, él ya «jaló» carbón muchos años. Pero el dinero está allí, metido en un agujero de 400 metros de largo sin salidas y con una altura de no más de 1,5 metros. A las ocho de la tarde unos 40 hombres trabajan dentro. Un empleado de la empresa minera, conocido como el «mayordomo», apunta cuántas toneladas saca cada uno. Les pagan 80 pesos los mil kilos (seis dólares), mientras que la Comisión Federal de Electricidad las compra a unos 900 pesos (68 dólares). «Si no jalas, no pagan. Si hay un accidente, no pagan», explica el minero Juan Francisco Ortiz, de 37 años. Un trabajador puede sacar en un día unas cinco toneladas.

    Muchas minas de la zona, algunas ilegales, operan sin medidas de seguridad. «Nadie sabe cuántas hay, son como hongos», dice Cristina Auerbach, que lucha desde hace ocho años por mejorar las condiciones de vida de los mineros. Los accidentes se solapan unos a otros, igual que los muertos. Desde el accidente de Pasta de Conchos han muerto 105 mineros en la zona, según el conteo que lleva la asociación Familias de Pasta de Conchos. Los mutilados también se cuentan por decenas. Ningún empresario ha ido nunca preso. La mayoría de los trabajadores que sufren un accidente son dados de alta en el seguro social ese mismo día, con lo que no reciben indemnización.

    La propiedad de esos agujeros o cuevas es un misterio. Hay grandes empresas que subcontratan a empresas locales. El hermetismo es absoluto. Un encargado de un pozo prefirió mantener en secreto el nombre de la empresa pese a perder a tres de sus hijos en un accidente. El delegado de la Secretaría de Trabajo en Coahuila, Heriberto Fuentes, dice por teléfono que la inspección en las minas es diaria y que solo en 2013 se «restringió el trabajo en 24 por no contar con las medidas de seguridad necesarias». La proliferación es tal que es difícil de controlar. A un lado de la carretera, en el mismo Barroterán, se ven a medio cavar seis nuevas cuevas, conocidas como minitas de arrastre. Unos maderos funcionan como único soporte.

    La Florida es una de esas cuevas. Hombres semidesnudos por la humedad y el calor hacen turnos sin salir al exterior durante ocho horas. Cuentan que el sábado hubo un derrumbe «en una ahí al lado». Por suerte no falleció nadie. «En mi mina murieron 163 en 1969, pero no fue en mi turno. Impone, pero es lo que hay, con la bendición de Dios todo va bien», dice Castro. «Cuando tienes familia tienes que ir abajo, ahí está el dinero, yo ya me he salvado varias veces», añade Ortiz señalando la mina, «por eso regaño a los hijos cuando no va bien la escuela, no quiero que acaben como uno…»

    Con 15 años César Avilés, natural de Barroterán, se puso a trabajar en un tajo (minas a cielo abierto). Él regaba la tierra y ponía explosivos. Le pagaban 200 pesos al día (15 dólares) que gastaba en ir a cenar con su novia, hasta que lo echaron. Ahora ha vuelto a la escuela. «Ya tengo otros pensamientos, quiero estudiar comercio internacional y agarrar lo que es una licenciatura», cuenta. Buscar alternativas es uno de los retos de esta zona, en la que el polvo negro del carbón se cuela por debajo de las puertas y curte las manos de los hombres para siempre.

    Rosalío Ayala llevaba 25 años en la mina cuando un accidente lo dejó sin una pierna en marzo 2012. No estaba contratado formalmente, así que nunca nadie le indemnizó. Tampoco ha empezado a cobrar aún la pensión por incapacidad. Esta mañana de viernes pasea con su bastón bajo un invernadero. Junto a otros exmineros accidentados, Ayala vigila las matas de chile piquín que plantaron el año pasado. En su primer cosecha sacaron 200 kilos, que vendieron en bolsitas de 10 pesos por la zona. Ahora ya piensan en plantar nopal. La activista Cristina les consiguió financiación para empezar. Es un comienzo.

    Lejos del chile, el subsuelo de la cuenca sigue trabajando. Los 365 días del año, las 24 horas del día. Con respeto, pero sin miedo. «La muerte anda con todos, no solo con los mineros», apunta Castro. Tan lejos de todo, trabajan, y mueren, los hombres que con sus manos arrancan el carbón que ilumina México. (© EL PAÍS, SL. Todos los derechos reservados.)

    http://www.vanguardia.com.mx/lanegravidadelosmineros-1950214.html