Marlén Castro Y Rogelio Agustín
21 de enero de 2012 ·
Nacional
Rumbo al yacimiento. Desolación.
Foto: Miguel Dimayuga
A la comunidad guerrerense de El Carrizalillo le cayó la maldición del oro en la figura de la megaempresa Goldcorp, que practica un tipo de minería, la superficial, devastadora para el medio ambiente y para la salud. Desde 2007 renta miles de hectáreas a los carrizalillenses para explotar el yacimiento de oro Los Filos-El Bermejal. Los comuneros saben que sus predios quedarán inservibles y proliferarán las enfermedades –la mayoría letales– entre su población, pero cierran los ojos y se conforman con la bicoca que cada año les entrega la trasnacional. El reportaje que aquí se publica sobre la tragedia de El Carrizalillo es el tercero y último de la serie de trabajos ganadores del Premio Internacional de Periodismo, convocado por Proceso con motivo de su 35 aniversario.
CHILPANCINGO, GRO.- Dejó de comer. Sólo quería dormir. A Sofía Figueroa Peña, exafanadora del consorcio minero Goldcorp, lo poco que le quedaba de vida se le agotó en dos días de vómitos y convulsiones. Alrededor de las 22:00 horas del 4 de diciembre de 2010 murió en una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) en Acapulco.
Apenas tenía 35 años.
“Como por el 20 de noviembre me di cuenta de que se le quitó el apetito… seguramente fue desde antes pero hasta esa fecha yo no lo supe porque ese día tuvo descanso y la vi; casi nunca la veía, siempre estaba trabajando. La vi mal y le dije: ‘Atiéndete, hija’, pero ella me dijo que estaba cansada, que lo que tenía se le quitaba durmiendo. Todos los días llegaba a dormirse”, dice doña Esther, mamá de Sofía.
Esther Peña Barrios se limpia las lágrimas con la mano; luego uno de los muchos nietos huérfanos que hay en su casa en el ejido de Carrizalillo, del municipio guerrerense Eduardo Neri, le alcanza el chal que al parecer es su paño.
“Me siento culpable porque no es posible que no me haya dado cuenta, que nadie de los que vivimos aquí nos hayamos dado cuenta de lo mal que estaba mi hija, de que ya no comía nada. Pero cómo lo íbamos a saber si ni la veíamos. Llegaba como a las ocho de la noche y ni nos venía a ver, llegaba a dormirse y así hasta el otro día, que se iba a trabajar”, cuenta doña Esther. (Extracto del reportaje que se publica esta semana en la revista Proceso 1838, ya en circulación)