La fiebre del hierro abre grietas en Suecia

por | Abr 23, 2014 | 0 Comentarios

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La demanda asiática de minerales dispara la extracción en Laponia. Los indígeneas samis temen por su futuro

Ulf Bergdahl, un indígena sami sueco hace una demostración con el lazo en el día nacional sami, en Estocolmo el pasado febrero. / FREDRIK SANDBERG (AFP)

Matti Berg es un fornido indígena del norte de Suecia que creció con una advertencia firme de su padre: “Cuando haya tormenta, no te acerques a la montaña. Sobre todo, si hay rayos”. Hace siglos que los samis saben que en Laponia, su venerada madre tierra, hay minerales ultramagnéticos. Lo que el último pueblo indígena de Europa tal vez no supiera es que se asienta sobre la laja de minerales de hierro más grande del mundo y que esa coincidencia, en época de bonanza mercantil, podría acabar con su cultura ancestral.

La fuerte subida del precio mundial de los minerales, impulsada por la sed de acero de una China en construcción, junto a los progresos tecnológicos han animado a las empresas a perforar en lugares en los que antes no les resultaba rentable. La bella Laponia sueca está repleta de potenciales minas. En Kiruna, la ciudad más septentrional de Suecia, a unos 65 kilómetros al norte del círculo polar, el trasiego de contratistas y empresarios es continuo. La oportunidad de hacer grandes negocios se palpa en esta ciudad gélida y remota.

Las administraciones y la población local dan la bienvenida al maná minero, pero como los samis, temen que la avaricia acabe por destrozar su paraíso natural. Intuyen que la paradoja de la abundancia acostumbra a no perdonar. Para el Estado sueco, el boom supone una fuente ingresos vital cuando las economías europeas se esfuerzan por competir en un mercado global que sienten que se les escapa de las manos. La producción minera supone por ejemplo un tercio del potente gasto sueco en educación superior e I+D. A pesar de que las proyecciones apuntan a una leve caída de la demanda de algunos minerales, Marie Wickberg, asesora política del Ministerio de Industria, confía en que “mientras haya una creciente clase media mundial, seguiremos manteniendo nuestra posición de liderazgo en la UE”. Suecia proyecta duplicar el número de minas en 2020.

A unos diez kilómetros de Kiruna, Niila Inga, un hombre de 33 años, se despide en sami de sus renos, que pastan entre la nieve que todavía lo cubre todo en el mes de abril. Este es uno de los campamentos base de su comunidad, Laevas, al que los samis van y vienen siguiendo a los renos. Los animales rigen su calendario y su vida nómada. El año sami empieza en mayo, cuando nacen las crías de reno. Los animales y sus pastores suben y bajan de las montañas a las llanuras huyendo de las moscas, al olor de los champiñones frescos o con la llegada de las primeras nieves. En septiembre llega la matanza y venden la carne, pieles y cuernos. Así desde hace miles de años.

De los casi 80.000 samis de Escandinavia y Rusia —20.000 en Suecia— no todos viven como Inga, de los renos. La mayoría se ha asentado en las ciudades y muchos han perdido prácticamente el contacto con su cultura, tras años de discriminaciones e intentos de asimilación por parte de las autoridades. Las relaciones con “los suecos” han mejorado mucho y las nuevas generaciones son más asertivas y cuentan con una renovada identidad sami. “Los suecos ahora nos aceptan como sus indígenas. Les gustamos para hacerse fotos con nosotros, pero nosotros queremos derechos y tierras”, pide Inga

Pero para los samis, los renos siguen siendo el gran referente del que depende el resto de fuentes de ingresos, como el turismo o la artesanía. Sin los renos, dicen, se convertirían en una cultura fósil, en un zoo humano de las nieves. “Si los renos no migran, se mueren y con ellos, nuestra cultura. El lenguaje sami por ejemplo, se ha mantenido vivo gracias a los renos”, piensa Inga, que explica que tienen hasta 100 palabras para describir el estado de la nieve que transitan los renos. Cŭonu por ejemplo es el hielo que se forma cuando ha habido un mínimo deshielo durante el día que luego se congela durante la noche. Se emplea para las heladas de invierno no de primavera, que tienen otro nombre. No son buenas para los renos.

Un traslado piedra a piedra

En un aparcamiento de Kiruna, un pequeño artefacto incrustado en el asfalto mide los movimientos de la tierra. Detecta el avance de las gigantescas grietas causadas por la mina de la que procede el 90% de los minerales de hierro que consume la UE. Las fallas han obligado a la empresa estatal LKAB a medidas radicales: va a trasladar la ciudad de Kiruna y a la mayoría de sus 20.000 habitantes.

El Ayuntamiento será el primero en emigrar, en 2016. Luego lo harán los demás, incluida la emblemática iglesia neogótica, que será trasladada piedra a piedra. Supone un desafío jurídico y económico descomunal. “Nos va a costar muchísimo dinero, pero somos una compañía rentable y nos lo podemos permitir”, explica David Petersson, director de marketing de LKAB. Según las primeras estimaciones, el traslado costará 1.430 millones de euros.

Los avances tecnológicos —potentes y precisos martillos hidráulicos— permitieron abrir el año pasado una nueva galería a 1.365 metros de profundidad, causante de las grietas.

La población acepta resignada la mudanza. Sabe que se debe a una catástrofe creada por el hombre para generar beneficios, y que ellos, los vecinos de Kiruna, participan del filón. Michael Karlsson dueño de un restaurante lo explica: “No tenemos otra opción que el traslado. Si la mina cierra, Kiruna muere”.

Lo que en la jerga minera se conoce como “el superciclo”, el que ha cuadriplicado el precio de ciertos metales en diez años, es lo que preocupa a Berg. Cree que la proliferación de minas e infraestructuras asociadas supone una grave amenaza para los rebaños trashumantes de renos, cada vez más acorralados. A las minas se le suman los parques eólicos, la deforestación y el cambio climático, que también compiten con los renos por el manto nevado de Laponia. Un recorrido de la mano de Berg, da una idea de la magnitud de los proyectos. “Ahí a la derecha quieren abrir los australianos una mina de cobre. Un poco más allá, habrá otra pronto”. Vagones de tren, cargados de minerales, atraviesan en hilera el paisaje nevado y tapizado de pinos.

Ann-Catrin Fredriksson, abogada del Ayuntamiento de Kiruna, confirma las predicciones de Berg. En su ordenador muestra el mapa minero de la región. Entre prospecciones y yacimientos, la superficie aparece prácticamente cubierta por ellas. Fredriksson cree que sin la minería, Kiruna probablemente no existiría. La industria garantiza que haya varios vuelos al día, trenes y consumo. La abogada recuerda las vacas flacas de los precios del hierro en los ochenta, los despidos, la emigración masiva. Ese recuerdo mantiene vivo el apoyo de la mayoría de la población a las extracciones, pero como también reconoce Fredriksson, “la gente aquí empieza a pensar que tal vez esto sea excesivo. Que no es necesario extraer todo posible en esta generación sólo porque el precio esté por las nubes. No tenemos necesidades económicas, ni un alto desempleo. ¿Por qué nos arriesgarnos a destrozar nuestro medio ambiente?”. Un portavoz de LKBA, la gran mina de minerales de hierro de Kiruna, considera que utilizan “muy poca superficie de tierras”. Explica que se consulta a los sami en las grandes decisiones de la mina y que ahora buscan “soluciones, como abrir pasos para el ganado”, dice el portavoz, Fredrik Björkenwall. LKBA cifra en 2.300 los puestos de trabajo creados en la mina.

En un apartamento medio vacío de Kiruna, Anna Inga pasa los meses entre las migraciones de los renos. Hoy ayuda a su hijo de ocho años con los deberes de la escuela sami. Recortan en una gomaespuma marcas en orejas de reno, que indican a qué familia pertenecen los animales. El pequeño, que sabe hacer fuego, desollar a un animal y sobrevivir en el monte a 40 grados bajo cero, quiere dedicarse a los renos cuando sea mayor. Igual que su hermano, su tío y su abuelo. Su madre no ve el futuro con tanta claridad. “No quiero que pierda el contacto con los suecos. No sabemos cuánto va a durar nuestra cultura”, teme Inga, que deposita sus esperanza en Bruselas. “El Gobierno nos ha dejado tirados frente a las empresas mineras. Espero que en Bruselas nos puedan ayudar”.

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