A la gente se le conoce, en su verdadera valía, en los momentos de crisis. A las empresas también. Por eso es preocupante lo ocurrido alrededor del peor desastre ambiental en la industria minera, tristemente protagonizado por Grupo México.
Lo que hemos visto no ha sido, con mucho, ejemplo de responsabilidad social. Todo lo contrario: los intentos por esconder el derrame, la comunicación deficiente, la paupérrima relación y cooperación con las comunidades vecinas nos hablan no sólo de un plan deficiente de manejo de crisis, sino de los estándares de calidad bajo los que opera la compañía.
Porque, es necesario decirlo, los accidentes ocurren todo el tiempo. Nadie está exento, y menos en un campo tan delicado como el de la minería. Sin embargo, y precisamente por esta razón, sería de suponerse que se hubieran previsto medidas de contingencia efectivas, y los protocolos a seguir en caso de que ocurriera una catástrofe. Una catástrofe de cualquier tipo: un derrame como el ocurrido, un derrumbe al interior de las instalaciones. La prevención, los simulacros, la revisión constante de cada uno de los factores que pueden reducir el impacto de una situación inesperada.
Pero no. Grupo México reaccionó tarde y mal, ensuciando en un instante la reputación adquirida en años. En años, porque la crisis en Sonora pone en evidencia no sólo la poca capacidad de respuesta ante una eventualidad, o la falta de respeto hacia la población que tiene la mala fortuna de vivir cerca de sus instalaciones. Es mucho más grave que eso: la catástrofe comenzó mucho antes de que las primeras gotas de ácido se pusieran en contacto con el medio ambiente.
La catástrofe comenzó cuando las medidas preventivas fallaron. El accidente podría haberse evitado si la minera contara con las herramientas de monitoreo y control adecuadas, que encendieran alertas y dispararan acciones en el momento en que los parámetros se salieran de lo normal.
La catástrofe comenzó cuando las labores de mantenimiento del equipo no detectaron la posibilidad de fallos, cuando la comunicación interna no advirtió de lo que estaba ocurriendo. Cuando se diseñó la operación de una mina de tales características, y se obtuvo su aprobación a pesar de los riesgos —ahora vemos que reales— que implicaba. Cuando se capacitó mal a los operarios y se les asignó una responsabilidad que les rebasaba. Cuando la gerencia de la planta fue evaluada —y evidentemente aprobada— basándose en criterios que por lo visto responden más a lo económico que a lo operativo.
Es una fuerte llamada de atención, no sólo para la empresa sino también para las autoridades y la sociedad civil en general. La empresa deberá hacerse cargo no sólo de las multas y la reparación del daño —si es que tal cosa es posible—, sino de las acciones colectivas que los afectados seguramente están preparando en estos momentos y sobre todo de la falta de credibilidad que tendrá de ahora en adelante.
Si la mina en cuestión tuvo un fallo en el equipo —que no fue detectado a tiempo—, lo que provocó un derrame —que no fue atendido a tiempo—, y cuya responsabilidad ha tratado de ser eludida por la dirección de la empresa, ¿qué nos hace pensar en que la situación es, de alguna forma, mejor en sus otras instalaciones? Digámoslo claro: vistos los controles de calidad bajo los cuales operaba la mina, los cuestionables procesos internos que permitieron que la situación escalara, los intentos patéticos de no asumir responsabilidades, la pésima comunicación y colaboración con las autoridades, y la poca eficiencia y compromiso en la remediación del daño, no es posible seguir confiando en Grupo México. No así.
¿Cuántas de las instalaciones de Grupo México operan en las mismas condiciones que aquella del desastre? Es válido asumir, dadas las circunstancias, que la mala gestión es un hecho generalizado. Parece claro que la empresa se alinea más a los objetivos económicos que a una operación responsable.
Es el momento de tomar acciones al respecto. La autoridad debe convertir la tragedia del río Bacanuchi en un caso ejemplar, y llegar hasta las últimas consecuencias. La operación de Grupo México deberá ser revisada de forma exhaustiva, y aplicarse sanciones que, necesariamente, llegarán hasta la dirección general: quien lleva el timón es responsable de los destrozos que ocasione su tripulación y su navío.
La sociedad tiene, también, lecciones que aprender. En primer lugar, que las decisiones para establecer empresas riesgosas también les atañen, y tienen derecho a ser escuchados. En segundo lugar, que las empresas que operan en su entorno deben ser responsables, y esa responsabilidad debe ser asumida a través de las figuras jurídicas existentes, como son las acciones colectivas que deberán ejercerse por parte de aquellos que hayan sufrido perjuicio en su contra. Y, en tercer lugar, que hay causas por las que vale la pena hacerse escuchar: es increíble la falta de interés y compromiso del ciudadano común para exigir de inmediato la resolución de lo que no puede ser considerado sino como un crimen.
Un crimen, por cierto, por el que los responsables deben pagar.
http://www.excelsior.com.mx/opinion/victor-beltri/2014/09/22/982917