Por: Isaías Orozco Gómez | 2014-09-29 | 00:13
(Primera parte)
»Nos hemos enriquecido porque pueblos y razas enteros han muerto por nosotros; por nosotros se han despoblado continentes enteros».
Sombart
Puede afirmarse que de las actividades económicas primarias practicadas por el ser humano, la más cruel fue y ha sido la minería. Y que el trato que se dio a los diversos trabajadores de las minas, no fue tan cruel –cuando menos en la América precolombina–, que el que vivieron (¿y viven?) los miles y miles de jornaleros forzados, encomendados y cuasi esclavos y demás población, al exterior e interior de los socavones y “tiros” de las mismas, a partir del siglo XVI en que algunos países europeos o del “Viejo Mundo” como España, Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra, comenzaron su expansión y dominios monárquico-feudal y capitalista-imperialista en ascenso, al recién descubierto “Nuevo Mundo” o continente Americano, al igual que en África y en Asia.
Ciertamente, en el caso de Latinoamérica y específicamente en la Nueva España y Perú, la minería dio impulso a la distribución de la población, a la agricultura y a la ganadería, al comercio y los transportes, a las rentas de la Corona, al desarrollo de la economía en general y aun en la propaganda religiosa, pues “donde no hay plata no entra el Evangelio”, decían los Franciscanos. Pero eso, de ninguna manera justifica el que comunidades indígenas enteras, hayan muerto por causa de la cruel sobreexplotación de su fuerza de trabajo humano a la que eran sometidas sin consideración alguna por los encomenderos españoles. Incluso, llegaron a morir de hambre, de frío y de enfermedades pulmonares; y muchos de esos jornaleros de la minas, jamás volvieron a ver la luz solar, pues una vez que entraban a las profundidades de la minas, ahí fallecían.
Obviamente, eso y más permitió la Corona Española, pues nada más, y nada menos, la máxima producción durante los tres siglos de coloniaje, correspondió al año de 1796 en que el oro y la plata sacados de las minas de Nueva España y acuñados en ella, alcanzó la elevada suma de 25 millones 644 mil 566 pesos de aquellos tiempos. Con cuánta razón, en su momento, Colón escribió: “Lo mejor del mundo es el oro. Aquél que lo posee hace lo que quiere. Sirve hasta para enviar las almas al paraíso”.
Dando un gran salto en la línea del inexorable tiempo. Leemos a casi tres lustros del S. XXI del tercer milenio, a expertos en la materia en comento, distinguidos y reconocidos mundialmente, sostener que la minería es una actividad a corto plazo, pero con efectos –algunos muy nocivos– a largo plazo. Y que nadie puede (ni debe) caberle duda que cuando la explotación minera se realiza en zonas de bosques, constituye un factor de depredación de los mismos. Se calcula que, conjuntamente con la explotación del petróleo [ahora, además, con la extracción del gas esquisto, shale en inglés, en territorio mexicano, aquí en Chihuahua], se amenaza el 38% de las últimas extensiones de bosques primarios del mundo y de su fauna silvestre y doméstica.
Por siempre, aseguran los referidos expertos, la actividad minera ha sido todo un problema, y como tal, debe ser considerado y tratado. De ahí que las corporaciones mineras eludan toda responsabilidad y traten de convencer a los pueblos, a las comunidades en donde exploran, explotan, extraen y benefician los minerales, de que no hay tal; pero que además, la actividad económica primaria citada, es sustentable…
Afirman contundentemente los investigadores que la minería es responsable por la pérdida del sustento de millones de personas; que está en las raíces de numerosas guerras civiles, dictaduras e intervenciones armadas extranjeras; que es responsable por la violación generalizada de los derechos humanos; que es responsable de la contaminación de ríos, arroyos, pozos, presas, lagos, lagunas, mares…; y, por ende, del envenenamiento de personas y del medio ambiente; que es una de las causas directas y subyacentes más importantes de la desforestación y degradación de los bosques. En fin, millones y millones de hectáreas impactadas negativamente por la actividad minera.
De ahí que –exhortan los expertos–, sus actividades deben ser controladas estrictamente en todas sus etapas, desde la prospección y explotación hasta el transporte, procesamiento y consumo. Y mejor aún, en algunos casos su PROHIBICIÓN.
Dado los abusos en que han incurrido las empresas mineras en connivencia o solapados por gobiernos y “políticos” desleales, estudiosos del grave problema tratado, sustentan que los pueblos que viven en las regiones ricas en minerales, deben tener el derecho de la toma de decisiones plenamente informados para acordar si permiten o no trabajos de minería en sus predios. Y, en caso de aceptar, deben tener el poder suficiente para decidir cómo y en qué condiciones se deben llevar a cabo las actividades, de forma de asegurar la CONSERVACIÓN AMBIENTAL limpia, tanto como la JUSTICIA LABORA y SOCIAL.
En ese marco, entran países –entre una considerable cifra– como Zaire, Sierra Leona, Botzwana, Gambia, Guinea, Surinam, Mauritania, Bolivia, Brasil, México, sujetos a las políticas voraces y leoninas de transnacionales mineras con sede en USA, Canadá, Japón, Reino Unido y Australia; a las cuales ni nacional ni internacionalmente, se les ha podido obligar a respetar las leyes constitucionales de los respectivos Estados-Nación y los tratados de aplicación mundial, en defensa de los derechos humanos, laborales y de la sustentabilidad ecológica.
Continuaremos la presente colaboración sobre el tema de la sobrexplotación y criminal contaminación causada por las empresas mineras transnacionales, específicamente aquí en México, en la siguiente segunda parte. (Fuente de información: “Los impactos ambientales de la minería; Una guía comunitaria”. “El Hombre y la tierra. La minería de superficie”, http://www.natureduca.com/hom#