Opinion de
(Carlos Domínguez)

Entre políticos, académicos, consultores y estudiosos del desarrollo en general, existe una tendencia a comparar los estándares e indicadores de distintos países para “ilustrar” qué también o qué tan mal está una sociedad en comparación con otra. Es común, sobre todo entre economistas marshallianos, administradores schumpeterianos y otros promotores de la “modernidad”, escuchar análisis y conclusiones –normalmente superficiales– sobre la incapacidad de la economía mexicana de crecer de manera sostenida en contraste con otros países y otras regiones del mundo.
Así, las reformas económicas que favorezcan mayor apertura comercial y atracción de inversión extranjera directa (IED), la construcción de infraestructura para reducir los costos logísticos y de transporte de mercancías y personas, sólo por mencionar dos ejemplos, son indispensables para generar empleos, incrementar el producto y el ingreso bruto, y elevar el bienestar de la población.
Sin embargo, hay algunos temas y aspectos que son favorecidos en detrimento de otros. No es que la IED o la apertura comercial sean buenas o malas en sí mismas; el problema es que, cuando hablamos de estos temas en términos tan románticos, tendemos a invisibilizar y a olvidarnos de los aspectos negativos. Al dejar de lado los aspectos negativos nos olvidamos también de la necesidad de instrumentar otras medidas de política pública, que son necesarias para complementar los objetivos de bienestar económico con los principios deseables de mayor justicia social y ambiental. Un ejemplo claro es el sector minero en México y el papel que juegan las compañías transnacionales de origen canadiense en el mismo.
Aunque esta actividad representa sólo el 5 por ciento del PIB de nuestro país, México es el principal productor de plata, el noveno de oro, el quinto de plomo y el onceavo de cobre, lo que hace que tenga un potencial minero sumamente atractivo para la inversión privada, tanto nacional como extranjera.
Es probable que un economista marginalista recomiende que debemos hacer todo lo posible por atraer dicha inversión extranjera, con la finalidad de explotar nuestras ventajas comparativas. Más aún, considerando que Canadá, uno de nuestros principales socios comerciales, invierte aproximadamente 80 billones al año en los sectores de minería y energía en el exterior y que tiene a la mano experiencia, conocimiento especializado y tecnología de punta en la materia, resulta “natural” que las compañías canadienses vengan a México.
En este sentido, el 40 por ciento de la producción minera en México ya está en manos de compañías extranjeras, la mayoría de las cuales son canadienses (70 por ciento, de acuerdo con cifras del Centro de Análisis e Investigación Fundar), y es posible que sigan incrementando su participación.
A veces olvidamos que, además de la ventaja comparativa derivada de la abundancia de recursos minerales, México también ha construido ventajas competitivas de carácter informal, incluso ilegal. En contraste con lo que señala la teoría sobre la necesidad de construir instituciones y reglas claras para atraer mayor IED, el sector minero en México podría ser un claro ejemplo de la manera como los vacíos legales o, francamente, la ilegalidad, pueden hacer que un país sea más atractivo para los inversionistas extranjeros.
Muchos académicos, activistas y movimientos sociales han recalcado que los efectos negativos de la minería se reflejan en dos temas cruciales. El primero: los impactos ambientales de esta actividad. Y sólo por poner un ejemplo, el derrame de Grupo México en Sonora hace unos meses dejó claro que las empresas mineras, nacionales o extranjeras, que cometan dicho ecocidio sólo serán acreedoras a multas irrisorias. Es un ejemplo de los vacíos legales que caracterizan a México. Como la nueva Ley Minera no especifica la posibilidad de cancelar una concesión minera como pena por causar un desastre ambiental de estas magnitudes, entonces, la empresa se puede salir con la suya (más aún, las concesiones en México pueden durar hasta 50 años y no hay un límite al número de concesiones que una sola firma puede tener).
El segundo tema tiene que ver con los impactos sociales de la actividad minera y, sobre todo, de las afectaciones a poblaciones indígenas en estados como Chiapas, Chihuahua, Guerrero o Sonora. En este sentido, México tiene una legislación que favorece claramente a las empresas mineras en detrimento de los intereses de los pueblos indígenas. De acuerdo con el artículo 6º de la Ley Minera, se trata de una actividad estratégica que contribuye a la utilidad pública y, por lo tanto, debe prevalecer sobre otros usos de la tierra, a menos que éstos generen mayores beneficios económicos.
De esta manera, a pesar de que el Estado Mexicano está obligado a consultar a comunidades indígenas ante cualquier medida administrativa o legislativa que los afecte, el interés económico de las mineras tiende, necesariamente, a prevalecer sobre el interés no económico de las comunidades que se asientan dentro o cerca de áreas susceptibles de explotación minera. Ello genera tarde que temprano, el desplazamiento forzado de las comunidades.
En contraste, la Suprema Corte de Canadá ha ordenado que se busquen maneras de consultar e incorporar los intereses de los grupos indígenas o aborígenes (los llamados “First Nations”). En algunos casos y en contraste con la legislación mexicana, se ha establecido que dichos grupos tienen prioridad en el acceso y aprovechamiento de recursos naturales en Canadá. Este principio de prioridad se fundamenta, según las propias discusiones de algunos casos en la Suprema Corte, por el simple hecho de que, cuando los europeos llegaron a Norteamérica, los grupos aborígenes ya estaban ahí, viviendo en comunidad con la tierra y participando con distintas culturas, como ya lo habían hecho por siglos.
Entre otros aspectos, la legislación en algunas provincias de Canadá reconoce que los grupos aborígenes no sólo tienen el derecho de usar los recursos naturales para su sustento y para fines comerciales, sino que tienen derechos de propiedad, lo que significa que tienen derechos para participar en el desarrollo de la propia explotación. Además del principio de prioridad, la jurisprudencia en Canadá exige que los daños sean minimizados y que se apliquen compensaciones adecuadas a las comunidades afectadas.
En contraste con el caso mexicano, la jurisprudencia en Canadá sugiere que una consulta genuina contemple: reunir información suficiente para comparar distintas propuestas, tomar en cuenta la opinión de los afectados y que los promotores de un proyecto minero estén preparados para, de ser necesario, modificar la propuesta original.
Si tomamos en cuenta el abismo que existe entre la legislación mexicana y la legislación canadiense, queda claro en dónde es más atractivo invertir…
Más aún, los costos sociales y ambientales son tolerados en el caso de México a pesar de que el sector minero, al ser intensivo en tecnología y capital, genera muy poco empleo y, a pesar también, de que la contribución fiscal de esta actividad también es irrisoria. En conclusión, la próxima vez que busquemos hacer una comparación o “benchmarking”, no podemos quedarnos nada más con lo que nos dice la teoría económica.
Si, como otros países, queremos ser “modernos” en términos de atracción de inversiones, entonces seamos también modernos en términos de instituciones, de protección al medio ambiente y de manejo de los impactos sociales. La conclusión no sólo aplica a proyectos mineros sino a proyectos energéticos, turísticos y de infraestructura (carreteras, aeropuertos, etc.).
* Investigador del Instituto Mora y doctor en Desarrollo Internacional en la Universidad de Oxford.
http://www.cronica.com.mx/notas/2015/891061.html