Nadie olvida aún la explosión que provocó la muerte de sesenta y cinco trabajadores en la mina carbonífera de Pasta de Conchos en 2006. Pero Germán Larrea, quien para entonces ya había sucedido a su padre, jamás se pronunció sobre la tragedia. Sólo dos cuerpos se recuperaron. El rescate era riesgoso… y costoso.
Por: Andrea Ornelas
Publicado originalmente el 29 May 2015
Carbón, salinismo, hipismo, sulfato de cobre, Pasta de Conchos, Sevilla… Los términos parecen inconexos, pero no lo son. Su común denominador se llama Germán Feliciano Larrea Mota-Velasco.
El presidente ejecutivo de Grupo México, dueño de una fortuna cifrada en 14 400 millones de dólares, es uno de los tres hombres más ricos del país. Pese a lo cual, el empresario ha conseguido preservar un relativo, y totalmente deliberado, anonimato.
Halo de invisibilidad que se vio alterado hace algunos días, cuando Larrea Mota-Velasco protagonizó un doble escándalo en el extranjero: el Juzgado de Instrucción Número 3 de Sevilla denunció la falta de rigor con la que le fueron adjudicados en marzo los derechos de explotación de la mina andaluza Aznalcóllar a la dupla conformada por la española Magtel y Grupo México.
Simultáneamente, el gobierno de Ollanta Humala declaró en estado de emergencia la provincia peruana de Islay y suspendió el proyecto “Tía María” de Larrea, una explotación de un doble yacimiento minero a tajo abierto ubicada en Arequipa que ha despertado violentas protestas por los estragos medioambientales que supone.
¿La familia Larrea vive malos tiempos? No. Simplemente se alejó de su férula de intocabilidad.
Su fortuna está estrechamente ligada a algunos de los presidentes más emblemáticos del México de las últimas siete décadas.
Jorge Larrea Ortega —padre de Germán— fundó una pequeña empresa de construcción en tiempos de Miguel Alemán. Con buen tino, se hizo amigo de Bruno Pagliai, la principal leyenda empresarial de la época. El italo-estadounidense era un hombre cercano al mandatario y accionista de un emporio de tubos de acero (Tamsa), en el que Larrea invirtió poco después.
En la década de 1960, doce apóstoles del libre mercado encabezados por Pagliai y Larrea fundaron el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (CMHN): la élite de las fortunas mexicanas había decidido influir en las decisiones estratégicas del gobierno de Adolfo López Mateos y de sus sucesores.
Los negocios de Jorge Larrea prosperaban a buen ritmo, pero el salinismo los catapultó. En 1988, Jorge Larrea declaró la quiebra de su empresa Mexicana de Cobre, y lo impensable sucedió entonces: Nacional Financiera tomó las riendas de la mina “La Caridad” —propiedad de la firma— gracias a un complejo fideicomiso traslativo de dominio. Seis meses después, Mexicana de Cobre había sido saneada financieramente y puesta en venta durante la fiebre privatizadora.
Dos grupos pujaron por ella. ¿Quién ganó? Sí, Jorge Larrea, quien había entregado al gobierno los despojos de una empresa con deudas por 1350 millones de dólares y un semestre más tarde la recuperó saneada y a mitad de precio.
También adquirió entonces la Minera de Cananea por 468 millones de dólares, la mitad de lo que esperaba el gobierno por esta compañía.
Los sexenios foxista y calderonista le permitieron consolidar lo ganado. En este lapso, su fortuna se multiplicó por quince.
Nadie olvida aún la explosión que provocó la muerte de sesenta y cinco trabajadores en la mina carbonífera de Pasta de Conchos en 2006. Pero Germán Larrea, quien para entonces ya había sucedido a su padre, jamás se pronunció sobre la tragedia. Sólo dos cuerpos se recuperaron. El rescate era riesgoso… y costoso.
El año pasado, la minera Buenavista del Cobre derramó 40 000 metros cúbicos de sulfato de cobre acidulado en Cananea, contaminando el arroyo Tinajas, el río Bacanuchi y el río Sonora. Inicialmente, Grupo México intentó deslindarse aludiendo a la falta de las lluvias. Pero finalmente aceptó pagar multas menores para resolver el problema legal. Los estragos ecológicos siguen ahí.
Historias de minas, finanzas y abusos que dejan claro que la impunidad no conoce límites en México. España y Perú —países imperfectos que avanzan a trompicones en lo económico y lo social— simplemente recuerdan a los empresarios de casa algo que olvidan a menudo: no pueden dictarle las reglas a todo el universo.
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