Lunes 21 de septiembre de 2020
Gustavo Esteva
El miedo siempre ha formado parte de los arsenales bélicos. Ha sido, desde tiempo inmemorial, un arma muy eficaz, que incluso puede ser letal.
El miedo actual de los gobiernos no surgió por accidente. Se formó cuando las manifestaciones más graves y evidentes del colapso climático y sociopolítico generaron en ellos una bien fundada sensación de ineptitud: descubrieron que no sabían cómo enfrentarlo y que no podían ni querían hacer lo que se requería; quedaban sin funciones. Su miedo aumentó ante movilizaciones populares incontenibles y creativas, a menudo causadas por esas incapacidades, cada vez más evidentes para todas y todos.
Debemos seguir causando ese miedo, decir una y otra vez que sabemos que no saben ni pueden. Pero hemos de hacerlo conscientes de los límites y riesgos de esta arma poderosa: pocas cosas hay tan peligrosas como un gobierno en pánico.
El miedo se está usando también contra nosotros. Es una de las armas principales de las élites del mundo entero, que aprendieron pronto a usar el Covid-19 como coartada para disimular el verdadero carácter del colapso en que nos encontramos y que habían contribuido a crear. Descubrieron también que podían emplear el miedo para suscitar obediencia sin precedentes en toda la población, para someterla a control. Y lo crearon.
De las pocas cosas que sabemos con cierta certeza sobre la experiencia mundial es que la condición sicológica y anímica influye decisivamente en la capacidad de resistencia ante el virus. Nada peor que la angustia, la depresión, la desesperación. No sólo debilita la capacidad inmune de cada quien, sino que puede crear las condiciones que en ciertos casos producen la muerte.
Por eso es tan irresponsable y criminal el miedo que han creado. La absurda y obscena contabilidad de cuerpos, el juego de los modelos matemáticos para anticipar la evolución estadística de la infección y la mortalidad, la agresiva campaña que induce una obediencia pasiva a políticas insensatas que afectan gravemente la vida cotidiana de todas las personas, todo esto configura un uso agresivo del miedo como arma en la guerra que se libra contra todos nosotros.
Necesitamos librarnos de él, aún a sabiendas de que les dará mucho miedo saber que hemos perdido el que ellos provocan y que esto, al aumentar su pánico, puede llevarlos a disparates aún mayores.
El primer paso es claramente recuperar sentido de la proporción. La mayor parte de la gente podrá pescar el virus sin saber que lo tiene: no presentará síntomas. Un pequeño grupo tendrá síntomas llevaderos, como los de una gripa común. Sólo una de cada 20 personas enfrentarán una crisis. Muy pocas de ellas morirán.
El virus constituye una amenaza real y exige respuestas claras. En vez de generar miedo pasivo, como se ha estado haciendo, podría compartirse la escasa información confiable de que se dispone para abrir debates que consideraran opciones y tomaran en cuenta, sobre todo, los distintos contextos. No es lo mismo enfrentar la amenaza en una pequeña comunidad indígena que en un gran monstruo urbano.
Dos elementos de información confiable parecen particularmente importantes. Si la infección se detecta a tiempo y se toman las medidas adecuadas, las molestias y los riesgos disminuyen considerablemente. Segundo, las personas con mayores padecimientos y riesgos son aquellas que se encuentran ya en condiciones delicadas de salud, como ancianos muy enfermos que pueden morirse casi por cualquier cosa.
Informaciones de esta índole nos permitirían perderle el miedo al virus…aunque no la precaución. Estaríamos alertas, para hacer lo que conviene ante los primeros síntomas. Y tendríamos especial cuidado con las personas más vulnerables, algo, por cierto, que una elemental decencia nos exige hacer en cualquier circunstancia. El virus, por ejemplo, ha permitido hacer evidente las pésimas condiciones en que se tenía habitualmente a las personas de edad, hasta en los países más ricos.
Necesitamos compartir experiencias e informaciones que revelen nuestras capacidades autónomas, la forma en que podemos resistir bien la amenaza y aprovechar la coyuntura para reorganizar la vida cotidiana en forma más sensata y gozosa. En vez de miedo, precaución. Y dedicarnos, sobre todo, a construir una nueva esperanza.
Seguirán fracasando las expectativas de regreso a la normalidad. Serán incumplidas todas las promesas que alimentan ilusiones de que podrá recuperarse cuanto se ha perdido. Al mismo tiempo, se multiplicarán testimonios de quienes están usando la coyuntura para sustentar en viejas tradiciones y antiguos sueños la construcción autónoma de mundos propios.
La esperanza que así está materializándose no es ideológica ni se basa en el anuncio de nuevas tierras prometidas. A menudo por razones de estricta supervivencia, se hacen realidad todos los días innumerables utopías concretas que se levantan serena y orgullosamente sobre las ruinas del mundo que termina, el que nos hace la guerra.