Agustina Daguerre García (Entrepueblos) | sábado, 12 sep 2020
‘Toma’ de carretera. Foto cortesía de Agustina Daguerre García
Cuando el 15 de julio cientos de personas tomaron las calles de Espinar, los medios callaron. Nadie “volteó” a ver qué estaba pasando en esta ciudad a casi cuatro mil metros de altura en la región del Cusco, en Perú. Tres semanas después, se acumulan las personas heridas, contagiadas, abusadas, criminalizadas. Algunos dicen que es porque la minera no pagó un subsidio que la gente salió a las calles, otros que la protesta no puede ser entendida sin hacer una retrospectiva. La protesta es una imagen más, una secuencia de un largometraje que comienza con la llegada de la minería a la zona.
Luz, una de las integrantes del Maizal, colectivo de comunicación popular, señala en un foro virtual que “cada minuto que no se desarrolla la minería es una perdida para el capital y una ganancia para los pueblos”. Se refiere a Ñangalí, un páramo en las alturas de Piura cerca de la frontera ecuatoriana, asediado por el proyecto minero de capital chino Río Blanco que, gracias a la resistencia de las rondas campesinas, no ha logrado ser explotado.
Pero la minería llegó hace ya demasiado a Espinar, tanto que, desde una perspectiva de larga duración, una no sabe si remontarse hasta la invasión española y la imposición del modelo extractivista-colonial o si bajar hasta el “acontecimiento”: la irrupción de la minera hace 40 años.
El paisaje, los orígenes. Espinar es una ciudad joven, con poco más de cien años, llena de casas de ladrillo sin pintar, pequeños hoteles, un mercado, comiderías; no se diferencia demasiado del resto de ciudades que pueblan esta zona altoandina, pero el bullicio, los precios y determinadas ofertas de productos te hacen dar cuenta rápidamente que Espinar es un núcleo urbano de convivencia con la mina, donde gran parte de su actividad económica gira alrededor de la satisfacción de las necesidades de la empresa anglosuiza Glencore y sus trabajadores.
Espinar es también mucho más que eso, es la cuna de la cultura k´ana, una sociedad preincaica que sigue viva en las costumbres, creencias y tradiciones de sus pobladores. La cultura k’ana es también una herramienta de protección legal. En abril del año pasado, representantes de las 79 comunidades de Espinar lograron el reconocimiento a través de una ordenanza municipal de su condición de nación k’ana. En un país donde los derechos colectivos sólo son parcial y muy deficitariamente reconocidos por el Estado a aquellos pueblos leídos como indígenas u originarios, este logro abre una ventana de oportunidad para el ejercicio de sus derechos sobre el territorio, su identidad cultural, el derecho a la consulta previa e incluso a la autodeterminación.
Dice José de Echave, investigador de CooperAcción, que Perú es uno los mayores productores de cobre a nivel mundial, pero también de conflictos mineros. A pesar de que una de las principales formas de prevenir los conflictos sociales es hacer a las comunidades partícipes de las decisiones que afectan sus vidas y sus territorios, la población de Espinar nunca ha podido ejercer su derecho a la consulta previa, reconocido en el Convenio 169 de la OIT, ni con el proyecto Tintaya de Xtrata, ni con Antapaccay de Glencore y tampoco con su próxima ampliación: Coroccohuayco.
Impactos en vidas y territorios. En octubre de 2018, recorríamos en furgoneta el serpenteante camino que conecta Cusco con la ciudad de Espinar, mientras clavaba la mirada en la tundra que cubría las montañas con el propósito de no marearme. Una compañera de Derechos Humanos Sin Fronteras- DHSF me preguntó: ¿Ves esas montañas tan perfectas? Es parte de la labor social de Glencore y la minera Antapaccay; cuando el entorno ya está muy degradado por la actividad minera buscan tapar los huecos o cubrir los relaves dándoles la apariencia de ser parte del paisaje, luego siembran encima la vegetación de la zona, paja brava o ichu que verdea o amarillea según la época del año, buscando dar la apariencia de que “aquí no ha pasado nada”.
En aquella ocasión tuvimos la oportunidad de asomarnos hasta las entrañas de la minera Antapaccay. Confundidas con pobladoras de la zona a las que la minera estaba obligada a brindar derecho de paso por sus caminos de tierra, logramos llegar hasta al tajo abierto, donde enormes máquinas excavadoras horadaban la tierra, dejando a la vista estratos cobrizos, anaranjados y rojos. El tajo y la montaña de relaves eran los impactos visibles, los destrozos evidentes que la minera había causado en la comunidad de Alto Huarca.
José Antonio Lapa de DHSF me manda informes, muchos informes, resultado de un minucioso trabajo de investigación, donde señala los otros efectos, aquellos que son deliberadamente invisibles a los ojos de la empresa y del Estado: la contaminación de acuíferos, los metales en sangre, el ganado envenenado, las enfermedades respiratorias crónicas, la criminalización continua como medida disuasoria del ejercicio del derecho a la protesta, las distintas formas de violencias en el conflicto ecoterritorial. Gracias al trabajo de organizaciones como DHSF, CooperAcción, Red Muqui, la CNDDHH o Demus, podemos saber que detrás de cada dato, de cada cifra, hay también un rostro, un testimonio, un reclamo, una historia.
Las que ponen el cuerpo. Melchora Surco nos cuenta su historia al pie de un pequeño cerro en el que unas 20 compañeras defensoras ambientales de todo el país nos acuerpamos para escucharla mejor y que sus palabras no se las lleve ese gélido viento altoandino que endurece las manos y corta los labios. Ella es la presidenta de la Asociación para Defensa de Pacpacco Afectada por la Minería (Adepami), vivía a 200 metros de la “relavera” [los residuos mineros mezclados con rocas, arenas y agua] de Camaccmayo. En 2015 se convirtió en la cara visible de la lucha por la reparación y remediación causada por la contaminación por metales pesados en Espinar. Melchora es la abuela también de Yedamel López Champi, un niño que nació en Espinar y al que, a la edad de siete años, le detectaron metales pesados como plomo, arsénico, cadmio y mercurio, calificados por la OMS como altamente cancerígenos. Lamentablemente, pese a que la contaminación por metales en las comunidades de influencia minera ha sido ampliamente constatada, el problema aquí es la causalidad.
Se sabe que las fuentes de agua están infestadas de metales, pero demostrar que la contaminación es producto empresa para no dar razón. Antapaccay niega toda responsabilidad, parapetándose en una débil coartada: los metales existentes en el agua son de “origen geológico o natural”. A este tipo de impactos por contaminación ambiental que sufren cientos de personas, se suma la precariedad económica: “El proyecto Antapaccay, que en 2016 realizó ventas anuales por 878 mil 666.942 euros, opera en un mar de pobreza y pobreza extrema que alcanzó en el 2020 al 70% de los hogares”. Además, sólo 34% de la población de Espinar recibió alguno de los bonos impulsados por el gobierno para ayudar a las familias durante los meses de aislamiento obligatorio, quedando el resto en situación de emergencia económica y social.
Es precisamente en este contexto de empobrecimiento masivo, agravado por la pandemia, que la gente toma las calles exigiendo una compensación. Y en un país donde el estado del bienestar brilla por su ausencia, la empresa a través de su convenio marco se convierte en el proveedor, sí, de contaminación y muerte, pero también de apoyos sociales de corte asistencialista, con el objetivo de lograr respaldo y dividir a las organizaciones a través de prebendas y compensaciones negociadas bilateralmente.
Elsa Merma, de la Asociación de Mujeres Defensoras del Territorio y la Cultura k´ana de Espinar, pone voz a estas denuncias cada semana en su programa radial: “Diecisiete años han pasado desde que se firmó el Convenio Marco y no hemos visto con este presupuesto ningún proyecto sostenible, en la provincia de Espinar no tenemos agua las 24 horas. Nosotros tenemos una gran empresa, pero no tenemos un hospital bueno, salud, educación”. La mirada ecofeminista y del feminismo comunitario nos enseñó a entender los impactos diferenciados que viven las mujeres en zonas afectadas por el modelo de despojo extractivista. Por ello, son ellas las que en su mayoría han salido a protestar, ocupando en este último paro la primera línea de lucha. Son mujeres que, al igual que Elsa, por su recorrido y acciones en defensa del territorio han sido hostigadas, acosadas y estigmatizadas por las empresas, las fuerzas represivas del Estado y parte de su comunidad.
Una carta de denuncia del Grupo de género del sur andino nos recuerda que esta vulneración de derechos en Espinar forma parte de una sistemática práctica de ataque a mujeres defensoras en el país. Sucedió en las protestas contra el proyecto minero Conga (Cajamarca), donde defensoras ambientales como Máxima Acuña fueron asediadas, difamadas y agredidas física y psicológicamente. También en Tía María (Arequipa) y en el levantamiento contra la Empresa minera Majaz (hoy Río Blanco Cooper), en el que dos mujeres defensoras fueron violadas tras ser retenidas mientras participaban en las movilizaciones. Estos días en Espinar se han reportado en medios locales y redes sociales denuncias de agresiones físicas y violencia sexual por parte de la policía y fuerzas del orden.
Desde el inicio de las movilizaciones se ha generado permanente enfrentamiento, agresiones y violencia a partir de la presencia de aproximadamente 200 policías y 100 militares que se alojan en las instalaciones de la propia empresa minera. Wayka, un medio de comunicación alternativo, publicó un escalofriante relato sobre abusos a comuneros ocurridos el 22 de julio: “Según los testigos del pueblo de Cruzcunca, uno de los comuneros puestos contra el piso fue Juan Carlos Quirita Llasa, a quien redujeron con balas al aire, puñetes, patadas y varazos en la cabeza hasta dejarlo inconsciente. ‘¡Trae gasolina para quemar a estos perros de mierda!’, gritó el policía que lo sujetaba […] Juan Carlos sintió caer la gasolina sobre su cuerpo mientras le repetían a gritos que lo quemarían vivo. La misma sensación vivieron sus compañeros, que al igual que él, fueron rociados con combustible cuando ya estaban reducidos con las caras pegadas a la pista”.
En un país asolado por más de veinte años de conflicto armado interno, estos sucesos dan cuenta del continuo de violencia ejercida por las fuerzas del orden en el país, donde la cultura del abuso, la opresión y la impunidad sigue siendo una práctica cotidiana, sobre todo en zonas rurales o periurbanas donde se concentran ciudadanas y ciudadanos “de segunda clase” para el orden racista, clasista y patriarcal, vestigio de la colonia.
Estado maltratador y ausente. El pasado tres de agosto, el nuevo presidente del Consejo de Ministros, Pedro Cateriano, durante el discurso para la presentación de propuestas del gabinete ministerial en el Congreso aseguraba que “la minería es, sin duda alguna, la columna vertebral de la economía en el Perú”. Las declaraciones sentaron como un tiro en un momento donde los conflictos sociales ascienden a 190, el 67.4% de éstos principalmente de raíz socioambiental, 64.1% por minería. Frente a la situación de crisis económica, la reactivación de proyectos paralizados por el rechazo y falta de licencia social se avizora como la respuesta estrella para encontrar soluciones cortoplacistas, algo que, como fácilmente podemos intuir, no hará más que profundizar en las causas estructurales de la multidimensionalidad de las crisis de las que el Covid-19 es solo la punta del iceberg. A este respecto, Rocío Silva, congresista por el Frente Amplio, le espetaba en el Congreso: “Yo esperaba que usted, premier, pusiera en el centro la vida. Pero en su discurso se prioriza la reactivación económica mientras se camina hacia 40 mil muertos. Nos habla de la minería sin mencionar la cantidad de mineros contagiados durante esta emergencia, incluso en la propia Antapaccay, Espinar, hay más de 300 infectados. El presidente Vizcarra mencionó que estamos caminando hacia un contagio masivo. Plantear una inmunidad de rebaño como excusa para la reactivación económica es sacrificar a los más vulnerables mientras se defienden los intereses económicos de la élite gobernante”. El premier duró veinte días en el cargo. En redes lo llamaban jocosamente “Cateriano, el breve”.
Finalmente, cuando parecía que el conflicto no tenía visos de solución, el 7 de agosto se conformó una mesa de negociación y diálogo, donde la empresa aceptó hacer “de manera extraordinaria y por única vez” el pago del subsidio de mil soles por “beneficiario” (unos 250 euros) como forma de paliar los impactos del Covid-19, a cambio de que las movilizaciones cesaran y que dirigentes sociales “levantaran inmediatamente las medidas de fuerza social en toda la provincia, garantizando la paz social”.
Mientras la calma vuelve a las calles de Espinar, cabe preguntarse qué entiende exactamente el gobierno por “paz social”, en una región donde las declaratorias de emergencia, la ocupación militar y la restricción de derechos se da de manera continua. Pero como dirían los y las peruanas, “el sol no se puede tapar con un dedo”. Resulta irrisorio pensar que una insignificante compensación económica, que a duras penas servirá a las familias para llegar a fin de mes, podrá reparar los daños generados por “años de minería sin control, contaminación, desidia y abandono de sucesivos gobiernos y empresas”. El subsidio parecería un bálsamo temporal que, sin duda, precisa de la generación de un proceso de diálogo profundo, democrático y en igualdad de condiciones, que verdaderamente tenga la intención de reparar, remediar y proteger a la población afectada, así como investigar y sancionar a los culpables de la generación de daños, muchos de ellos irreversibles.
Como nos han recordado estos días organizaciones ambientalistas, Perú no es un país minero y sí uno de los diez países más megadiversos del mundo, que en su conjunto alberga el 70% de la biodiversidad del planeta, incluyendo esto ecosistemas tan importantes como la Amazonía (que llega a ocupar el 60% del territorio nacional), el complejo sistema de glaciares en los Andes, miles de especies y recursos genéticos nativos y cincuenta y cinco culturas originarias.
Ante una élite sorda a los reclamos y ambientalmente suicida, la cultura k´ana se convierte entonces en las raíces sobre las cuales soñar, construir e impulsar alternativas de vida a la imposición del modelo económico hegemónico, en la posibilidad que resquebraja el imaginario colectivo de territorio minero, que nos habla de un tiempo de convivencia en equilibrio con la naturaleza, en el que los pueblos eran [sean/son] soberanos. En las manos de estas mujeres y hombres que luchan desde sus raíces, y también en las nuestras, desde los sectores críticos de este sur global, está que las transformaciones urgentes que necesitamos sean posibles.
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